Un día cualquiera, sin aviso, las lágrimas comenzaron a brotar.
Y sin saberlo, empecé a sanar.
Lloré como nunca. Con un llanto profundo, antiguo, incontrolable. Lloré por todo lo que había arrastrado sin darme cuenta. Por las cargas heredadas, las heridas que callé, las veces que fingí estar bien.
Pasaron días. Luego meses. Mi llanto se volvió parte de mí. Pero algo cambió a los seis meses. Esa lucha por dejar de llorar me llevó a tomar una decisión:
salir del hueco donde me había escondido.
Y me fui.
Lo dejé todo.
Hasta lo que llamaba “estabilidad”.
Me alejé de todo lo conocido, y llegué a un campo. A una playa lejana. A un lugar donde no me esperaba nadie, salvo yo.
Me sumergí en el agua fría, bajo la lluvia de ese lugar solitario.
Y en ese silencio, dejé de llorar.
Las lágrimas se detuvieron, y cada paso fue una afirmación: sí, puedo seguir.
Los días de llanto se volvieron horas. Las horas, minutos. Y un día, respiré sin dolor.
Sí, hubo altibajos.
Pero ya no dolía respirar.
Ese dolor que antes me aplastaba se rompió.
Y aunque todavía quedaban restos, ya no eran cadenas:
eran huellas.
Huellas del camino recorrido.
Huellas de una mujer que lloró, sanó y siguió.
Y que ahora sabe exactamente quién fue, quién es y hacia dónde va.
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