Hay momentos en la vida en los que la fe parece desvanecerse.
No porque dejemos de creer, sino porque el alma se cansa de esperar.
Esperar respuestas, señales, caminos claros. Y en esa espera, el silencio duele.
Pero justo ahí, en el punto donde sentimos que ya no podemos más, la fe se transforma.
Deja de ser una idea y se convierte en un acto de amor: creer, aunque no haya razones; seguir, aunque no haya fuerzas.
Tener fe no significa que todo saldrá bien de inmediato.
Significa confiar incluso cuando no hay resultados visibles.
Es entender que el proceso también es parte del propósito,
que lo que se retrasa no se pierde, simplemente se está preparando.
La fe se parece a una semilla:
no florece cuando tú quieres, florece cuando las raíces ya están listas.
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