La maternidad no comienza únicamente con el nacimiento de un hijo, sino mucho antes, en el proceso de sanar y mirarse a una misma con honestidad.
Existen mujeres que crecieron en hogares donde las emociones se silenciaban, donde las heridas se escondían bajo la rutina y donde, como hijas, aprendieron a callar para no incomodar.
Al llegar a la adultez, esas experiencias se convierten en una mochila pesada. Aparecen la culpa, el miedo a no ser suficiente y la sensación de repetir patrones que tanto dolor causaron. Es allí donde muchas descubren que, antes de criar a un hijo, necesitan aprender a sostenerse a sí mismas.
La maternidad, en ese sentido, se vuelve un motor para la transformación. Una oportunidad para romper el círculo, para decidir que la nueva generación crecerá en un hogar donde el amor sea el idioma principal, donde la escucha y el respeto estén presentes, y donde las heridas del pasado no marquen el camino del futuro.
No es un proceso sencillo. A veces surge la rabia, otras veces la culpa, pero cada paso hacia adelante es una muestra de valentía. Porque sanar no significa olvidar lo vivido, sino elegir conscientemente cómo construir el presente y el futuro.
La maternidad, entonces, no exige perfección: exige consciencia. Y ese es el mayor regalo que se puede dar a un hijo: una madre que se atreve a sanar, a brillar y a ofrecer un amor más libre, más coherente y más luminoso.
LO ESTAS HACIENDO MUY BIEN.
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